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jueves, 24 de abril de 2014

Temblores de una noche oscura

(Fotografía Alena Beljakova)

Por Gabriela Montiel

En la oscuridad de la noche, mientras la acompañaba acostada a su lado en la cama matrimonial que ocupaba uno de los dos cuartos de la casa; la ansiedad me sobrecogía. Mis manos empezaban a sudar, mis oídos me zumbaban, mi latido se aceleraba. Sentía un peso encima de mi estómago y mi garganta recuerdo se secaba.

La llegaba a acompañar a la cama, esas veces en las que las discusiones entre ellos dos eran tan fuertes y tormentosas, que mi padre se iba de la casa en plena madrugada no sin antes disparar un grito que abrazaba todo el interior de la casa, para luego despedirse con el estruendo de la puerta lanzada con furia cuando cerraba y se iba lejos, lejos de ella y lejos de todo. Más lejos que de costumbre.

Ella se quedada petrificada por aproximadamente cinco minutos, de pie, frente a la puerta que recién había perforado con su estruendo nuestros oídos, y que había perturbado los sueños de los otros dos que ya dormían, a mí me había disparado el latido y me había hecho sentir reducida a susto contenido.

Luego del portazo yo corría a ver detrás de la cortina que separaba la sala de los cuartos, y la veía. La veía de espaldas con su camisón largo de color blanco, su pelo lacio que le caía suavemente hasta llegar a tocarle los codos. La encontraba congelada por el susto, por el dolor de la huida de mi padre, por el portazo, por quién sabe qué más. La encontraba estancada, muda, como esperando que en cualquier momento el regresara, y permanecía de pie sin moverse y casi sin respirar por 5 minutos que me parecían una hora.

Hasta que se terminaban, y sus manos empezaban a retorcerse, primero lentamente y luego de una forma frenética. Era lo único que se movía de ella, de su totalidad. Cuando sus manos empezaban a moverse mi corazón se detenía, albergaba en mi interior un temor de esos que están alojados en un rincón tan oscuro que a veces incluso hoy,  me  resisto a ver de frente.

Luego de contorsionar sus manos, sacudía los brazos y se hacía una trenza, con mucha paciencia y esmero, y se mantenía de espaldas hacia mí y de frente a la puerta, viendo la puerta. Ella era iluminada por la luz de la calle que entraba por la ventaba, la luz de la sala permanecía apagada, a ellos dos les gustaba discutir en la oscuridad. A mí, escucharlos discutir en la oscuridad me producía una presión en el pecho, me daban ganas de llorar; pero tenía miedo de hacerlo. Aprendí a reducir el llanto, a aprisionarlo.

Una vez terminada la tarea de la trenza, sus brazos caían relajados a cada lado del torso para luego dejarlos caer en exceso hasta que su torso caía sobre su propio peso hacia adelante. Ese momento me indicaba que debía salir corriendo hacia la cama, mi cama; y hacerme la dormida lo más rápido y mejor que pudiera.

Algo me ocurría siempre, me congelaba, mi pensamiento decía “Corre, fingí que estas dormida” pero mi cuerpo no me dejaba, se quedaba quieto detrás de la cortina. No soportaba la impotencia, me martillaba la cabeza la posibilidad de verla cuando cruzara la cortina, no quería verla, no quería que me viera, que me alcanzara.

Traté de respirar, empezaba a hiperventilar y eso no era bueno. Empecé a escuchar como arrastraba los pies. La había visto dos veces en ese estado, luego las otras veces había decidido no hacerlo, cerrar los ojos o cubrirme con las manos. Cuando ella llegaba a tener el torso relajado hacia adelante empezaba una transformación corporal impresionante. Ella empezaba a erguirse y a temblar. Temblaban sus manos, su torso, su cabeza; temblaban sus piernas y se giraba poco a poco temblando hasta quedar de frente a la cortina detrás de la cual yo me encontraba.

La primera vez que la vi cuando se voltéo se percató que yo estaba ahí, la vi temblar y sentí pánico, lo único que pude decir luego de tragar saliva fue susurrar “Mamá”. Ella mientras arrastraba los pies y a cómo podía avanzaba debido a su temblor corporal, me miró fijamente y sonrío, una mezcla terrible entre su mirada fría y amenazante y su sonrisa de “Todo está bien”.

Sentí un punzón en el estómago cuando su mirada me ubicó. Quise salir corriendo y no pude, la seguí observando sin poder hacer nada para dejar de hacerlo. Cuando llegó a la cortina, con su mano temblorosa la apartó suavemente, me miro de cerca, me acarició la mejilla derecha y susurró “¿Si amor? Como en respuesta mi susurro de “Mamá” y me tomó del cuello de una forma los primeros segundos y luego con fuerza presionando mi cuello, sin soltarlo. Sin dejarme de ver fijamente a los ojos y con la sonrisa de “Todo está bien” me fue guiando a que avanzara en reversa, hasta que mi pierna derecha topó con la esquina derecha de la cama matrimonial, la cama de ella y de él. La cama que al irse mi padre, quedaba con el costado derecho vacío.

Me siguió llevando del cuello hasta que me acostó en el espacio que mi padre ocupaba. Me quedé boca arriba sintiendo que mi cuerpo se entumía, que mi sangre se congelaba, que mi boca quería gritar pero no podía.

Ella se irguió a como pudo, y avanzo lentamente mientras su cuerpo seguía temblando, hacia el otro lado de la cama, su lado. Se logró acostar y volteó la cabeza hacia la derecha para verme de frente, su mirada fría se había tornado cariñosa y su sonrisa había desaparecido y parecía tener un tono de rigidez. Acercó su cara a la mía, yo no la quería ver de frente, tampoco podía moverme, así que ella se sentó en la cama y luego puso su cara sobre la mía, mientras yo permanecía recostada boca arriba con la mirada hacia el techo de zinc.

Me miró a los ojos y me dijo “Buenas noches mi amor” y me dio un beso seco en la boca. Se volvió a acostar y se quedó boca arriba mirando hacia donde yo estaba, lo sé porque en un segundo en el que la creí dormida logré voltear la cabeza hacia su lado y la encontré viéndome, me congelé de nuevo y no me pude mover. Quería regresar a ver el techo y no podía. A los pocos segundos ella empezó a cerrar los ojos. Su cuerpo seguía temblando, y en cuanto cerró los ojos completamente empezó a temblar más fuerte hasta que su movimiento lograba mover la cama, como si fuera sacudida… por un temblor.

La primera vez pensé que solo duraba unos minutos, pero pasó así hasta que la luz del amanecer indicó que ya era otro día, una nueva mañana. Esa noche no dormí, temía que si dormía su temblor me iba a absorber, que yo también iba a temblar y no iba a poder dejar de hacerlo nunca. En una siguiente ocasión, luego de la pelea, portazo y huida, observé detrás de la cortina como todo ocurría de nuevo; exactamente igual.

Pensé que no iba a ser lo mismo, que iba a ser diferente, menos aterrador. Pero luego vino el temblor de nuevo, que me agarrara del cuello, que me acostara en la cama, el beso y la cama siendo sacudida hasta el amanecer. Por eso me prometí que cuando ella empezara a dar la vuelta hasta quedar frente a la cortina yo tenía que correr en silencio hacia mi cama y fingir que dormía profundamente.

Siempre me congelo, pero desde que me prometí esto, logro moverme segundos antes de que logre verme de frente. Entonces huyo, me muevo veloz en silencio y me refugio. Las primeras veces me hacía la dormida en mi cama, pero ella llegaba me olía, me acariciaba la cabeza y cuando su mano parecía abandonar mi frente con la uña de su dedo índice me rasguñaba lo justo sin dejar seña en la mejilla derecha. Yo contenía mi miedo y mi respiración, aprendí a calmar mi cuerpo en situaciones de terror.

Por eso luego decidí irme a dormir en la cama con mi hermano menor de 5 años. Me acostaba de frente a él, me cobijaba con su misma sábana y le tomaba las manitos, dejando que su calma inocente me ayudará, y me acompañara mientras controlaba mi miedo y mi respiración. La primera vez que lo hice bastó para darme cuenta que estando ahí ella no hacía nada conmigo, solo sobaba la cabeza del niño y se iba.

Cuando dormir con mi hermano se estableció como hábito posterior a esas peleas en la oscuridad entre ellos dos, no volví a sentir lo que era estar al lado de ella en la cama mientras temblaba. Una noche luego de que su mano abandonara la frente de mi hermano menor, abrí los ojos con mucha cautela y la vi desplazarse hacia su cama, iba caminando de la forma más natural posible, sin temblores, sin arrastrar los pies. 

Con el tiempo dejé de ir a ver detrás de la cortina, y me prometí dormir profundamente con mi hermanito, sin que nada más que la quietud entre él y yo importara en todo el mundo. 

Cuando llegué a cumplir 15 años ya no necesitaba dormir con mi hermanito porque mi madre ya no se quedaba en la sala luego que mi padre lanzaba la puerta y se iba en plena madrugada. Se acostaba en la cama, con ese costado derecho vacío, y empezaba a llorar quedito. Al día siguiente nosotros sabíamos que había llorado porque sus ojos estaban inflamados, ella lo pretendía disimular con maquillaje, y nosotros fingíamos que no pasaba nada.

Un día me cansé de fingir y me fui de la casa creyendo que me alejaba de todo aquello que me había originado huecos y ansiedad. En general esto es cierto, mi vida ha cambiado, mi cuerpo ya no siente esos miedos y mis noches no son oscuras. Solo hay una situación particular que me recuerda ese terror que sentí con mi madre. Cuando estoy acostada en mi cama, en el lado derecho y la tierra tiembla, trato de no voltear hacia el lado izquierdo porque estoy segura que su cuerpo va a estar ahí temblando y sus ojos me van a estar observando esperando que los vea de frente para entonces poder cerrarlos y empezar a sacudir la cama hasta que amanezca. Por eso no me gustan los temblores, me recuerdan a mi madre.

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