(Fotografía Alena Beljakova)
Por Gabriela Montiel
En la
oscuridad de la noche, mientras la acompañaba acostada a su lado en la cama
matrimonial que ocupaba uno de los dos cuartos de la casa; la ansiedad me
sobrecogía. Mis manos empezaban a sudar, mis oídos me zumbaban, mi latido se
aceleraba. Sentía un peso encima de mi estómago y mi garganta recuerdo se
secaba.
La llegaba
a acompañar a la cama, esas veces en las que las discusiones entre ellos dos
eran tan fuertes y tormentosas, que mi padre se iba de la casa en plena
madrugada no sin antes disparar un grito que abrazaba todo el interior de la
casa, para luego despedirse con el estruendo de la puerta lanzada con furia cuando
cerraba y se iba lejos, lejos de ella y lejos de todo. Más lejos que de
costumbre.
Ella se
quedada petrificada por aproximadamente cinco minutos, de pie, frente a la
puerta que recién había perforado con su estruendo nuestros oídos, y que había perturbado los sueños de los otros dos que ya dormían, a mí me había disparado el latido y me había
hecho sentir reducida a susto contenido.
Luego
del portazo yo corría a ver detrás de la cortina que separaba la sala de los
cuartos, y la veía. La veía de espaldas con su camisón largo de color blanco, su
pelo lacio que le caía suavemente hasta llegar a tocarle los codos. La encontraba congelada por el susto,
por el dolor de la huida de mi padre, por el portazo, por quién sabe qué más. La
encontraba estancada, muda, como esperando que en cualquier momento el
regresara, y permanecía de pie sin moverse y casi sin respirar por 5 minutos
que me parecían una hora.
Hasta que
se terminaban, y sus manos empezaban a retorcerse, primero lentamente y luego
de una forma frenética. Era lo único que se movía de ella, de su totalidad.
Cuando sus manos empezaban a moverse mi corazón se detenía, albergaba en mi
interior un temor de esos que están alojados en un rincón tan oscuro que a veces incluso hoy, me resisto a ver de frente.
Luego
de contorsionar sus manos, sacudía los brazos y se hacía una trenza, con mucha
paciencia y esmero, y se mantenía de espaldas hacia mí y de frente a la puerta,
viendo la puerta. Ella era iluminada por la luz de la calle que entraba por la
ventaba, la luz de la sala permanecía apagada, a ellos dos les gustaba discutir
en la oscuridad. A mí, escucharlos discutir en la oscuridad me producía una
presión en el pecho, me daban ganas de llorar; pero tenía miedo de hacerlo. Aprendí a reducir el llanto, a aprisionarlo.
Una vez
terminada la tarea de la trenza, sus brazos caían relajados a cada lado del
torso para luego dejarlos caer en exceso hasta que su torso caía sobre su
propio peso hacia adelante. Ese momento me indicaba que debía salir corriendo
hacia la cama, mi cama; y hacerme la dormida lo más rápido y mejor que pudiera.
Algo me
ocurría siempre, me congelaba, mi pensamiento decía “Corre, fingí que estas
dormida” pero mi cuerpo no me dejaba, se quedaba quieto detrás de la cortina. No
soportaba la impotencia, me martillaba la cabeza la posibilidad de verla cuando
cruzara la cortina, no quería verla, no quería que me viera, que me alcanzara.
Traté de
respirar, empezaba a hiperventilar y eso no era bueno. Empecé a escuchar como
arrastraba los pies. La había visto dos veces en ese estado, luego las otras
veces había decidido no hacerlo, cerrar los ojos o cubrirme con las manos. Cuando
ella llegaba a tener el torso relajado hacia adelante empezaba una
transformación corporal impresionante. Ella empezaba a erguirse y a temblar. Temblaban
sus manos, su torso, su cabeza; temblaban sus piernas y se giraba poco a poco
temblando hasta quedar de frente a la cortina detrás de la cual yo me
encontraba.
La primera
vez que la vi cuando se voltéo se percató que yo estaba ahí, la vi temblar y
sentí pánico, lo único que pude decir luego de tragar saliva fue susurrar “Mamá”.
Ella mientras arrastraba los pies y a cómo podía avanzaba debido a su temblor
corporal, me miró fijamente y sonrío, una mezcla terrible entre su mirada fría
y amenazante y su sonrisa de “Todo está bien”.
Sentí un
punzón en el estómago cuando su mirada me ubicó. Quise salir corriendo y no
pude, la seguí observando sin poder hacer nada para dejar de hacerlo. Cuando
llegó a la cortina, con su mano temblorosa la apartó suavemente, me miro de
cerca, me acarició la mejilla derecha y susurró “¿Si amor? Como en respuesta mi
susurro de “Mamá” y me tomó del cuello de una forma los primeros
segundos y luego con fuerza presionando mi cuello, sin soltarlo. Sin dejarme de
ver fijamente a los ojos y con la sonrisa de “Todo está bien” me fue guiando a
que avanzara en reversa, hasta que mi pierna derecha topó con la esquina
derecha de la cama matrimonial, la cama de ella y de él. La cama que al irse mi
padre, quedaba con el costado derecho vacío.
Me siguió
llevando del cuello hasta que me acostó en el espacio que mi padre ocupaba. Me quedé
boca arriba sintiendo que mi cuerpo se entumía, que mi sangre se congelaba, que
mi boca quería gritar pero no podía.
Ella se
irguió a como pudo, y avanzo lentamente mientras su cuerpo seguía temblando,
hacia el otro lado de la cama, su lado. Se logró acostar y volteó la cabeza
hacia la derecha para verme de frente, su mirada fría se había tornado cariñosa
y su sonrisa había desaparecido y parecía tener un tono de rigidez. Acercó su
cara a la mía, yo no la quería ver de frente, tampoco podía moverme, así que
ella se sentó en la cama y luego puso su cara sobre la mía, mientras yo
permanecía recostada boca arriba con la mirada hacia el techo de zinc.
Me miró
a los ojos y me dijo “Buenas noches mi amor” y me dio un beso seco en la boca. Se
volvió a acostar y se quedó boca arriba mirando hacia donde yo estaba, lo sé
porque en un segundo en el que la creí dormida logré voltear la cabeza hacia
su lado y la encontré viéndome, me congelé de nuevo y no me pude mover. Quería
regresar a ver el techo y no podía. A los pocos segundos ella empezó a cerrar
los ojos. Su cuerpo seguía temblando, y en cuanto cerró los ojos completamente empezó a
temblar más fuerte hasta que su movimiento lograba mover la cama, como si fuera
sacudida… por un temblor.
La
primera vez pensé que solo duraba unos minutos, pero pasó así hasta que la luz
del amanecer indicó que ya era otro día, una nueva mañana. Esa noche no dormí, temía que si dormía su temblor me iba a absorber, que yo también iba a temblar
y no iba a poder dejar de hacerlo nunca. En una siguiente ocasión, luego de la pelea, portazo y huida, observé detrás
de la cortina como todo ocurría de nuevo; exactamente igual.
Pensé que
no iba a ser lo mismo, que iba a ser diferente, menos aterrador. Pero luego
vino el temblor de nuevo, que me agarrara del cuello, que me acostara en la
cama, el beso y la cama siendo sacudida hasta el amanecer. Por eso me prometí
que cuando ella empezara a dar la vuelta hasta quedar frente a la cortina yo
tenía que correr en silencio hacia mi cama y fingir que dormía profundamente.
Siempre
me congelo, pero desde que me prometí esto, logro moverme segundos antes de que
logre verme de frente. Entonces huyo, me muevo veloz en silencio y me refugio. Las
primeras veces me hacía la dormida en mi cama, pero ella llegaba me olía, me
acariciaba la cabeza y cuando su mano parecía abandonar mi frente con la
uña de su dedo índice me rasguñaba lo justo sin dejar seña en la mejilla
derecha. Yo contenía mi miedo y mi respiración, aprendí a calmar mi cuerpo en
situaciones de terror.
Por eso
luego decidí irme a dormir en la cama con mi hermano menor de 5 años. Me acostaba
de frente a él, me cobijaba con su misma sábana y le tomaba las manitos,
dejando que su calma inocente me ayudará, y me acompañara mientras controlaba
mi miedo y mi respiración. La primera vez que lo hice bastó para darme cuenta
que estando ahí ella no hacía nada conmigo, solo sobaba la cabeza del niño y se
iba.
Cuando dormir con mi hermano se estableció como hábito posterior a esas peleas en la oscuridad entre ellos dos, no volví a sentir lo que era estar al lado de ella en la cama mientras temblaba. Una noche luego de que su mano abandonara la frente de mi hermano menor, abrí los ojos con mucha cautela y la vi desplazarse hacia su cama,
iba caminando de la forma más natural posible, sin temblores, sin arrastrar los
pies.
Con el
tiempo dejé de ir a ver detrás de la cortina, y me prometí dormir profundamente
con mi hermanito, sin que nada más que la quietud entre él y yo importara en todo el mundo.
Cuando
llegué a cumplir 15 años ya no necesitaba dormir con mi hermanito porque mi
madre ya no se quedaba en la sala luego que mi padre lanzaba la puerta y se iba
en plena madrugada. Se acostaba en la cama, con ese costado derecho vacío, y
empezaba a llorar quedito. Al día siguiente nosotros sabíamos que había llorado
porque sus ojos estaban inflamados, ella lo pretendía disimular con maquillaje,
y nosotros fingíamos que no pasaba nada.
Un día me cansé de fingir y me fui de la casa
creyendo que me alejaba de todo aquello que me había originado huecos y ansiedad.
En general esto es cierto, mi vida ha cambiado, mi cuerpo ya no siente esos
miedos y mis noches no son oscuras. Solo hay una situación particular que me
recuerda ese terror que sentí con mi madre. Cuando estoy acostada en mi cama,
en el lado derecho y la tierra tiembla, trato de no voltear hacia el lado
izquierdo porque estoy segura que su cuerpo va a estar ahí temblando y sus ojos me
van a estar observando esperando que los vea de frente para entonces poder
cerrarlos y empezar a sacudir la cama hasta que amanezca. Por eso no me gustan los
temblores, me recuerdan a mi madre.